La cultura de la delgadez no es estética. Es política
Cuando el cuerpo de las mujeres se hace más pequeño, el espacio que se les permite ocupar también se reduce.
Hace unos días vi un vídeo que lanzaba una idea difícil de ignorar y que para mí tuvo mucho impacto. El regreso de la delgadez extrema no es una moda inocente ni una simple oscilación estética. Tiene un contexto político. Y cuanto más lo piensas, más sentido cobra.
La historia muestra que los estándares de belleza nunca son neutros. Cambian según el momento social, económico y político. Cuando los derechos de las mujeres avanzan, los mandatos estéticos tienden a relajarse. Cuando el conservadurismo gana terreno, esos mandatos se estrechan. El cuerpo femenino vuelve a convertirse en un espacio de control.





En España el patrón es especialmente visible. Durante el franquismo, la estética femenina estaba ligada a la moral católica y al control del cuerpo. Siluetas recatadas, feminidad rígida, delgadez discreta, todo al servicio del rol de madre y esposa.
Con la Transición y los años ochenta, cuando se amplían derechos, llega el destape, la Movida madrileña y una explosión estética diversa. Cuerpos distintos, provocación, exceso, experimentación. No hay un único ideal. Eso ocurre porque la mujer empieza a existir como sujeto político y cultural.
En los últimos años, con el avance de discursos ultraconservadores que cuestionan derechos reproductivos y feministas, reaparece un ideal de cuerpo más normativo, más joven y más delgado, ahora disfrazado de bienestar, autocuidado o disciplina personal.
En Latinoamérica el vínculo entre política y estética es igualmente evidente. En países como Argentina o Uruguay, los avances en derechos sexuales y reproductivos en las décadas de 2000 y 2010 coincidieron con una mayor diversidad corporal en medios, moda y publicidad. Se amplían narrativas, aparecen cuerpos no normativos, se cuestiona el ideal único.
Brasil ofrece un contraste interesante. Durante periodos de mayor apertura social y políticas progresistas, la estética corporal era diversa y exuberante, vinculada al movimiento, al baile y a la presencia pública. Con el avance del conservadurismo religioso y político en la última década, el discurso cambia. Se refuerza la vigilancia del cuerpo femenino, la delgadez vuelve a asociarse a valor moral, disciplina y control.
En contextos de crisis económica y retroceso democrático en varios países latinoamericanos, se intensifica la presión estética. No es casual. Un cuerpo ocupado en corregirse es un cuerpo que no protesta.
Naomi Wolf lo analizó hace más de treinta años en El mito de la belleza. Su tesis era clara: una cultura obsesionada con la delgadez femenina no habla de amor por la belleza, sino de exigencia, de obediencia. Mantener a las mujeres ocupadas en vigilar su cuerpo, contar calorías, compararse y autocastigarse reduce su energía mental, su tiempo y su capacidad de ocupar espacio en el mundo.
No es casualidad que hoy, con el auge global de discursos conservadores que cuestionan derechos reproductivos, diversidad corporal y feminismo, resurja también un ideal corporal más restrictivo. La delgadez extrema vuelve envuelta en nostalgia, en supuesta elegancia, en discursos de salud. Pero el mensaje de fondo es el mismo de siempre: hazte pequeña, no incomodes, contrólate.
La psicología social y la salud pública respaldan esta lectura. Estudios de la American Psychological Association y de la OMS muestran cómo la presión estética constante incrementa la ansiedad, los trastornos de la conducta alimentaria y la auto-objetivación. Una persona insegura es más manipulable, menos propensa a cuestionar estructuras de poder y más inclinada a asumir la culpa como algo individual, en lugar de político.
Además, la cultura de la dieta encaja perfectamente con el individualismo conservador. Si el problema es tu cuerpo, no el sistema, entonces la solución es disciplina personal, no cambio social. Se desplaza la responsabilidad estructural hacia el individuo y se neutraliza el conflicto. No protestas, porque estás demasiado ocupada intentando encajar.
La socióloga Susan Bordo ya señalaba en los años noventa que el ideal de delgadez funciona como una tecnología de control social. No necesita coerción explícita. Opera desde dentro. La vigilancia la ejerce una misma. Y eso lo hace especialmente eficaz.
Por eso no, no es una coincidencia que el cuerpo femenino vuelva a estrecharse justo cuando el espacio político y social también lo hace. La cultura de la delgadez no aparece de la nada. Aparece cuando se quiere que las mujeres sean más silenciosas, más cansadas y más fáciles de gobernar.
No se trata de nostalgia ni de teoría conspirativa. Lo que muestra la historia cultural, la sociología y los estudios feministas es que el control del cuerpo femenino es una herramienta política de bajo coste y alta eficacia. No necesita leyes explícitas.
Cuando las mujeres ganan derechos, necesitan ropa y cuerpos que les permitan moverse, trabajar, ocupar espacio. Cuando esos derechos se ponen en cuestión, el cuerpo vuelve a estrecharse. Literal y simbólicamente.
Cuestionar estos ideales no es una cuestión de gustos personales. Es una forma de resistencia. Porque ocupar espacio con el cuerpo, con la voz y con la presencia siempre ha sido un acto político.








