¿Por qué mi sufrimiento te incomoda?
El dolor ajeno suele incomodar más de lo que conmueve. ¿Por qué reaccionamos con juicio en lugar de compasión?
Quién no ha escuchado, tras una pérdida, algo como: “Bueno, si era tan importante para ella, ¿por qué hacía años que no lo veía?”? Incluso yo, cuando falleció mi abuelo, me descubrí cuestionando a un tío que solo le llamaba para pedirle dinero “prestado”. Como si la ausencia física anulara los lazos. Como si el dolor necesitara pasar por un comité de validación para ser legítimo. Como si la muerte viniera con un manual de instrucciones emocionales que todos debiéramos seguir al pie de la letra.
Y no fue un caso aislado.
En los últimos años, y lo digo desde la experiencia, he visto cómo muchas personas sienten una especie de urgencia por minimizar el dolor ajeno. Lo envuelven de preguntas, dudas, silencios incómodos o incluso frases supuestamente bienintencionadas que terminan siendo juicios morales camuflados. Pero, ¿por qué nos incomoda tanto el sufrimiento del otro?
La incomodidad ante el dolor: una reacción humana (y egoísta)
Desde el punto de vista neurocientífico, el sufrimiento ajeno activa en nuestro cerebro una red llamada circuito de la empatía, que involucra zonas como la ínsula anterior y la corteza cingulada. Son las mismas que se activan cuando experimentamos dolor físico. Es decir, ver a otro sufrir, especialmente si lo apreciamos, genera una respuesta emocional y fisiológica real. Sufrimos con el otro.
El problema es que esa experiencia no siempre es bienvenida. En un mundo que idolatra la positividad, que empuja la productividad incluso en el duelo, y que penaliza la vulnerabilidad como debilidad, enfrentarse al dolor del otro es, en cierta forma, una amenaza a la narrativa de control en la que vivimos. Preferimos creer que todo se puede resolver rápido, que “el tiempo lo cura todo” y que “todo pasa por algo”.
Pero el dolor verdadero no sigue calendarios ni lógicas simples. Y eso nos descoloca.
La cultura del “ya pasó”
¿Nunca te has encontrado con frases como estas?
“Tienes que seguir adelante.”
“Bueno, al menos no sufriste tanto tiempo con él/ella.”
“¿Pero por qué te afecta tanto, si ni siquiera erais tan cercanos?”
Este tipo de expresiones están más relacionadas con la incomodidad de quien escucha que con una verdadera intención de consuelo. Lo que se intenta, aunque no siempre de forma consciente, es controlar la expresión del dolor, reconducirlo, ponerle una tapa y seguir con la vida. Pero, ¿la vida de quién?
Lo cierto es que hay dolores que nunca cierran del todo. Y está bien. Porque lo humano no se mide en tiempos de recuperación, sino en capacidad de sentir.
¿Por qué nos cuesta tanto permitir el dolor ajeno?
Tengo algunas teorías (no científicamente comprobadas).
Porque tememos contagiarnos. Ver a alguien en duelo o sufriendo nos recuerda que somos frágiles, que la muerte existe, que la pérdida es inevitable. Y no queremos mirar ahí.
Porque nos sentimos impotentes. No saber qué decir o qué hacer genera ansiedad. A veces preferimos minimizar el dolor ajeno antes que aceptar que no podemos “arreglarlo”.
Porque vivimos desconectados. En una cultura hiperindividualista, la tristeza se considera una carga. Esperamos que los demás se regulen emocionalmente rápido, para no interferir en nuestra paz.
El juicio: la defensa del que no sabe acompañar
“Si te duele tanto, ¿por qué no lo demostraste antes?”
“¿Y qué esperabas, después de tanto tiempo?”
“Pero si hacía años que no hablabais.”
Estas frases son trampas del pensamiento. Ponen el foco en lo que no se hizo, como si eso invalidara el sentimiento presente. Pero el duelo, la tristeza, el dolor por una amistad rota o una ausencia no resuelta, no necesita ser aprobado por nadie.
No existe un tribunal para las emociones.
¿Y cuándo es válido el dolor?
Siempre.
No importa si lo vives en silencio o entre gritos. Si lo compartes o si te lo guardas. Si ves a esa persona todos los días o si hace diez años que no la abrazabas. El dolor no se mide por frecuencia de encuentros, ni por duración, ni por lo que los demás creen que “debería” doler. Se siente, y eso basta.
¿Cómo acompañar sin juzgar?
Escucha sin querer solucionar.
Evita frases hechas. A veces, un “estoy aquí” sincero, vale más que mil consejos.
No preguntes por qué duele. Acompaña aunque no entiendas.
Y si no sabes qué decir, di eso. El silencio puede ser más compasivo que la minimización.
Porque al final...
No hay nada más humano que sufrir. Y si no sabemos acompañar el dolor del otro, no hemos entendido nada.
¿Te ha pasado sentirte juzgado/a por expresar tu dolor? ¿O te has encontrado sin saber cómo acompañar a alguien que sufre?
Comparte tu experiencia. Porque hablar de esto, también cura.