A veces, la vida nos pone frente a experiencias que nos marcan profundamente, pero no debemos permitir que esas cicatrices definan todo lo que somos. Esta semana, mientras caminaba hacia el trabajo escuchando el episodio 106 del pódcast La Magia del Caos, me encontré con las palabras de la psicoterapeuta Shulamit Graber, quien compartió su experiencia tras un secuestro relámpago. Su relato me llevó a reflexionar sobre mi propia vivencia y lo que el trauma me quitó... y también lo que me dio.
Tenía 19 años cuando fui secuestrada junto a mi madre, a tan solo 15 minutos de casa. Las cuatro horas que duró el cautiverio parecieron eternas. Durante años, nunca me consideré «traumada» ni busqué terapia para procesarlo. Sin embargo, no es el evento en sí lo que hoy me impulsa a escribir, sino lo que vino después: la batalla silenciosa contra un trauma que ni siquiera reconocí durante años. Mientras escuchaba el pódcast, Shulamit planteó una pregunta que resonó profundamente:
¿Qué de tu vida te quitó el trauma que era importante para ti?
Mi respuesta fue inmediata: la sensación de seguridad. Incluso ahora, viviendo en un país más seguro, mi cuerpo reacciona cuando estoy sola y veo a un hombre desconocido acercarse. Puños cerrados, expresión seria, alerta total. La ansiedad se apodera de mí y, si es de noche, una leve crisis de pánico puede aparecer.
Durante años cargué con dos fantasmas:
La parálisis de no haber podido defenderme o proteger a mi madre aquel día.
La culpa por creer que mi reacción había sido «incorrecta».
El trauma no solo robó mi tranquilidad, sino que instaló un crítico interno que cuestionaba cada decisión bajo la lupa del miedo.
Todo cambió cuando mi esposa me hizo una pregunta espejo: «¿Y qué ganaste?». La respuesta llegó años después, casi por accidente, con mi primera clase de jiu-jitsu. Aquellas técnicas de defensa no solo me enseñaron a caer o a inmovilizar, sino algo más profundo: la certeza de que, si la vida me golpea de nuevo, moriré luchando.
Shulamit Graber lo explica mejor que nadie: «El trauma no es lo que nos pasa, sino lo que hacemos con ello». En mi caso, el arte marcial se convirtió en lenguaje de resiliencia:
Cada llave desarmó la idea de que era vulnerable.
Cada caída controlada me recordó que sobrevivir no es sinónimo de derrota.
El tatami se transformó en espacio seguro para reconstruir lo que el miedo había fracturado.
Hoy, quince años después, entiendo que el trauma no se «supera»: se integra.
Aquellas cuatro horas de secuestro me quitaron la inocencia, pero me dieron a cambio una brújula emocional más aguda. Aprendí que:
La seguridad absoluta es un mito, pero la capacidad de respuesta es un músculo que se entrena.
Los traumas no definen nuestro valor: lo que hacemos con ellos, sí.
A veces, la mejor defensa no es un puño cerrado, sino permitirse volver a confiar, paso a paso.
Como dice Graber, «el crecimiento postraumático no es borrar el dolor, sino encontrar significado en él». Hoy, cuando camino sola por la calle y siento que el miedo resurge, recuerdo que tengo dos aliados: el jiu-jitsu que fortalece mi cuerpo y la consciencia que libera mi mente. La vida, al final, siempre deja una salida: incluso en las historias que empezaron con un secuestro.
Hoy entiendo que no soy solo lo que perdí; también soy lo que gané.